lunes, 30 de abril de 2007

La llegada

En las noticias de sucesos aparecen con frecuencia búlgaros como cabecillas de bandas extorsionadoras, narcotraficantes, traficantes de armas… así que parecía bastante extraño que los búlgaros que yo conocía fuesen trabajadores honrados y serios, preocupados de proporcionar a sus hijos una vida mejor (para eso habían emigrado de su país); por ellos, por sus hijos, regresaban a su país, donde resulta más asequible alcanzar la educación que les augure un futuro más optimista del que ahora pueden vislumbrar .
Y por eso me marché a Bulgaria, para conocer un país del que sabía muy poco, pero esas pocas cosas despertaban mi curiosidad, quería conocer el país del cirílico, del mar Negro, de los Balcanes, de las rosas, de las gentes que te decían que sí con la palabra y sin embargo negaban con la cabeza, para desconcierto mío y suyo al ver el mío.
Llegué a Sofía (СОФИЯ) una mañana calurosa de Julio (30ºC a las ocho de la mañana) e inmediatamente nos pusimos en marcha hacia Plovdiv, la ciudad escondida tras los centenarios castaños de indias. Allí el calor era aplastante, rezumaba desde el asfalto y te dejaba pegada a él. Afortunadamente el autobús que nos alejaría de allí tenía aire acondicionado a una temperatura benigna.
Tras las ventanillas ahumadas del autobús me asombraba la inmensa llanura verde que se veía a mi derecha en trayecto hacia el este. Girasoles, maíz, viñedos, cultivos salpicados por todo tipo de árboles frutales, interrumpidos por ciudades cuyos nombres no me daba tiempo a descifrar a la velocidad del autobús cuando estaban escritos sólo en cirílico. A la izquierda, al norte en realidad, la llanura estaba cortada por la cordillera de los Balcanes centrales, unas veces más cerca, otras más alejada de nuestra trayectoria.
Y me di cuenta de repente -estaba tan sumida en mis propios pensamientos- de que no entendía nada de lo que se hablaba a mí alrededor y si lo unía a que no podía leer la mayoría de los carteles de la carretera, por no hablar de los periódicos que leían mis vecinos, podía considerarme en Bulgaria una turista analfabeta.
Tendría que aprender a pronunciar esas extrañas letras que se escribían al revés, como vistas a través de un espejo, al lado de las más familiares griegas. Cuando hacía intentos de leer alguna palabra vista en un anuncio de carretera o en alguna señal de tráfico el recuerdo de los niños que balbucean sus primeras sílabas al aprender a leer me hacía sonreír.

El viaje prometía ser largo, así que eché mano de la guía sobre Bulgaria que previsoramente una amiga había comprado en España, dispuesta a encontrarme esas frases típicas de guías de viaje y comprobé con sorpresa que el autor además de los datos necesarios para el turista occidental expresaba sus puntos de vista con una ironía sutil. En algún momento me pareció que el autor escribía con la libertad que da pensar que no lo leería nadie.

De las traducciones de griego y latín y de diversas lecturas de la mitología e historia de Europa, los pueblos que habían pasado por lo que hoy es Bulgaria me resultaban conocidos: los antiguos tracios, los pueblos godos, persas, el imperio otomano, el mito de Orfeo, Espartaco, los poetas griegos, los emperadores romanos… y sin embargo a fuerza de ignorar la Bulgaria del s. XX y más la del s. XXI, parecía extraño que todos esos mitos, esos pueblos, esos acontecimientos históricos narrados por Jenofonte, Estrabón o Heródoto hubiesen transcurrido en el suelo que pisaba.

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