Todo ello resultaba muy divertido, así que buscaba sin éxito alguna cosa que se pudiese lavar, hasta que mi abuela me daba la pista: el moquero del abuelo que parecía permanentemente constipado.

Con el pañuelo en alto, cual bandera victoriosa, corría a columpiarme del manubrio de la bomba de agua, llamando a gritos a mi amiga y vecina para que compartiese conmigo la oportunidad de jugar en el lavadero. Y cuando más envueltas en las risas estábamos, llegaba la dueña de la casa, del patio y de la bomba de agua, con su velo sobre los hombros y el misal en la mano y nos echaba con cajas destempladas, con la amenaza del infierno por ser niñas malas. Al entrar en casa con la cabeza baja, mi abuelo murmuraba: ya volvió de misa la beata.
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